lunes, 27 de julio de 2009

CARTAS DE AYER: LUIS RODRÍGUEZ ESPINOSA

Navidad, 1938

El aire viene cargado de un humo opaco, se mezcla con los copos densos de nieve. El silencio está enquistado de miedo, de advertencia; nada parece lo que es. Sin embargo todos hacemos un mundo paralelo al horror, a la espera de que en cualquier momento, retomemos el fusil y salgamos a morir.
Paco, mi compañero de trinchera, se embelesa en leer cartas de haces meses de Dionisa, su novia. Muchas veces, en esas noches en que el frío arrecia, que no hay el calor del cigarrillo de picadura liada, ni el aguardiente para olvidar, nos lee alguna misiva de ella. Me hace gracia, todas terminan de la misma manera: “Si me quieres escribir ya sabes mi paradero…” famosa letra de la canción que nos abandera a ambos frentes. Son lienzos que desmenuzan la vida en la retaguardia. Nos cuenta las penurias, la carestía de la vida cotidiana, el temor de las palabras del general Franco que corren como ríos de pólvora: “Juro aplastar y hundir al que se interponga en nuestro camino”. Sí, esto era el único lamento de Dionia y, a pesar de eso, transmitía esperanza, luz a una próxima victoria, a una paz que no parecía llegar jamás…

Paco, en su fuero interno, guarda con celo un secreto inconfesable a sus compañeros de trinchera, exceptuando yo. Dionisia es enlace entre dirigentes del PCE. Él, francisco Barroso, comandante de una de las legiones de Franco. Eso, por mucho que se quiera poner voluntad en digerir, puede llevarles a los dos a una muerte previamente anunciada. Dos mundos, ideologías contrapuestas, pero el amor no sabe de ideas, sólo de sentimientos y Paco se enamoró de aquella niñita de cara angelical la primera vez que la vio; poco le importó el que dirán en la sociedad provinciana en la que vivía hasta antes de la guerra, ni siquiera la diferencia de edad que les separa. La chica es menor de edad, 19 años; Paco, rondando la treintena.

Es Nochebuena, un lápsus para el fuego abierto al enemigo. Trato implícito de acallar los disparos en ambos bandos: preservar la tradición y que el niño Dios reine en todos nuestros corazones.
Acabo de escribir a casa contando “una milonga”, todos hacemos igual; nadie cuenta la verdad. “Estamos todos bien, apostados cerca de un caserío, donde hay abundancia de huevos y leche”. La verdad es otra: tenemos frío, mucho. Las tripas rugen desesperadas desde hace días. La cena ha consistido esta noche en agua caliente con sabor a mondas de patata y, cada uno a su manera, ha llorado lágrimas de hiel, abandonado el traje de valentía, necesitamos el calor de los nuestros y todos sabemos que estos, quizá, ya no vivan. Hace exactamente cinco meses que no llegan cartas y, aunque la guerra parece lenta, los acontecimientos se precipitan de tal manera que en un momento es gloria y al instante, tu vecino yace sin vida con un hilo de sangre escapado de su nariz como último signo de que una vez fue alguien.

Quiero señalar en papel que soy Rubén Brisac, recordarme, cada día que puedo, quién fui y, ahora, qué soy. Escribir este cacho de diario me reconforta; no tengo a nadie a quien enviar cartas… Bueno, tampoco es cierto esto que afirmo, ahora lo explico. Vengo de un pueblo en que todos desaparecieron. Por allí pasó un batallón y me enrolé. Antes de este infierno, iba a la escuela, de ahí que sepa casar letras. El maestro me enseñó el amor a la lectura y tenía mis planes: compaginaría las labores del campo junto a padre y Mariano, mi hermano; trabajaría en la biblioteca del ayuntamiento, pero la guerra se adelantó.
No entendía de odios y he terminado machacando las vísceras de mi hipotético enemigo que, por cierto, no conocía de nada.
Ahí, de verdad, comenzó mi verdadera aventura y no esta apestosa contienda.
Entramos, una madrugada del mes de agosto, a descansar en un camposanto. Creíamos que estaría vacío de vivos y la sorpresa fue mayúscula cuando fuimos recibidos por balas a diestro y siniestro. Sé que en aquel momento perdí miedo al fusil. Inconscientemente decidí vivir, defenderme de la muerte; lo logré, pero, cuando se hizo la luz, al alba, descubrimos un reguero de cadáveres que removería la conciencia de todos los que podamos sobrevivir a ese horror. Allí había niños, ancianos, mujeres abrazadas a machetes. Sí, también estaba el cuerpo de Luis Rodríguez Espinosa. Sus ojos valientes me miraban fijamente; una mano caía sobre su arma, la otra reposaba sobre el pecho. Un bulto sobresalía de él. Me agaché y recogí el paquete que él defendió hasta morir; cerré sus ojos y me marché como si la frialdad se hubiera apoderado de mi ánimo
.
Al caer la noche, recordé el paquete. Miré alrededor, todos parecían descansar. Lo abrí. Era un montón de cartas y dos fotos avejentadas, seguramente de tanto manoseo. Una era el retrato de boda de los padres de Luis. Antonia, la madre, era muy guapa y rolliza, perfectamente enlutada para los cánones de la época. Luis, el padre, se mostraba altivo, sereno, distante. La otra era de la chica más hermosa que yo hubiera visto jamás. Blanca Manzanero era el amor de Luis; después pasó a ser el mío. Una vez leídas a borbotones aquellas cartas repletas de sentimientos, ilusiones y contradicciones, decidí que Luis Rodríguez Espinosa no moriría para esas personas mientras yo pudiera.
Así comencé mi vida paralela. Escribí una carta para cada uno de ellos, advirtiéndoles que, si me contestaban, pusieran en el sobre el nombre de Rubén Brisac.

22 de febrero, 1939

He recibido tres cartas; una de “mis padres” y dos de Blanca. Puff, he sentido una angustia que no sé describir. Al principio no me he atrevido a abrirlas, me veía como un farsante; luego, una vez leídas, he sentido una paz difícil de contar, un sentimiento de que ya no volvería a ser jamás Rubén.
Ella me cuenta que no se fía de nadie pues ha oído que los franquistas han metido chivatos en todos los sitios: “Tenía tanta hambre, Luis, que me he vendido por un plato de lentejas de Negrín. Cuando todo ha terminado, he salido corriendo; en el camino se me han caído unas pocas, pero hoy todos hemos comido caliente. Mi casa parecía una fiesta. Cuando me he metido en el petate, he visto tu cara desangelada; amorcito mío, ¿sabrás perdonarme? Si no recibo respuesta, sabré entenderte. Sólo te pido que no me guardes rencor. Las gente buena no sabe de esas bajezas…”

“Mi padre” parece un hombre muy riguroso en sus ideas. Intuye que pronto terminará en el paredón y “me instiga” a que sea fiel a mis ideas, que no caiga, por debilidad, en los brazos del enemigo. Una cosa es pasar por uno de ellos para salvar a muchos y, otra, que olvide a los camaradas que confían en mí. “Querido hijo: pronto me iré de este mundo. La única pena que me llevo es no poder darte el último abrazo porque, por lo demás, la conciencia va alta; no he hecho mal a nadie. Son los fascistas quienes matan y no respetan. Cuida de tu madre cuando yo falte. Tienes que sobrevivir por todos nosotros…”

Hay un trozo de espejo colgado en la pared de la trinchera. Me miro y me pregunto quién tiró la primera piedra. No me veo como fascista; mis compañeros son buenas personas, ¿entonces?


4 de agosto, 1939

Aún no he regresado a casa, ¿qué casa?, desde que terminó la guerra. Blanca me insta, una y otra vez y yo le doy largas. Pero hoy me he avalentonado y le escribí una carta conjunta a ella y a “mi madre” contándoles la verdad. No se me ocurría cómo terminarla y decidí poner la letra de la canción:”Si me quieres escribir ya sabes mi paradero/Tercera Brigada Mixta, /primera línea de fuego…”

Lo más seguro es que haya decidido enfrentarme a mi única verdad por la desolación de mi buen Paco. Estamos en Madrid, a las puertas de las Ventas; vamos a pasar la noche, aquí, apostados. Al alba ejecutarán a Dionisia, la novia, menor de edad, de Paco. A mi amigo, no le dejo solo con este trago; dicen que las llevarán escoltadas por la guardia civil a las tapias del cementerio del Este.
Llora sin consuelo. Sus lágrimas no son las de la trinchera. La rabia yace en ellas y contengo su ímpetu para que no salga corriendo y una bala atraviese su espalda.
Le calmo, le susurro que si nosotros somos los triunfadores, aprovechemos esa circunstancia para salvar al vencido… Me ofrezco a leer la última carta de Dionisia; está aún cerrada; él asiente:
“Muero, mi amor, pero no reniego, no me escondo. Me reuniré con mi padre y mis dos hermanos. Descansaré, al fin. No quiero que se me olvide felicitarte a ti y a los tuyos por vuestra gran victoria, pero no la uses para humillar. No me lloréis, que mi nombre no se borre de la historia. Mi causa fue honesta…”. He parado de leer. Nos hemos abrazado muy fuerte y llorado juntos.


Navidad, 2005

El telefonillo del portal de la calle Maestro Alonso, 22, 3ºC no hace más que sonar.
-Luis, hijo, ¿no oyes el timbre?
-Voy, abuela…

Luis regresa con un paquete y se lo tiende a su abuela. Va a nombre de ella, Blanca Manzanero. Abre un sobrecito pequeño y le dice a su nieto que se lo lea:

“Estimada Sra. viuda de Luis Rodríguez Espinosa y de Rubén Brisac: tenemos el gusto de enviarle el documental “Que mi nombre no se borre de la historia” que se emitirá a primeros de enero en TVE y, que usted, tan amablemente ha colaborado tanto con su testimonio como con el diario de su marido.
Le deseamos unas felices fiestas, camarada Manzanero”

2 comentarios:

José Luis López Recio dijo...

Muy bonito MªÁngeles, hast me he emocionado leyendo las últimas palabras de Dionisia. El final excelente.
Un abrazo amiga.

Xabo Martínez dijo...

Lo lei y relei, me meti en la piel de las personajes. Esto es lo que me gusta de los relatos, con reloj en mano solo han sido 15 mn de lectura pero en tiempo de relato por lo menos 12 años...

abrazos