Apenas ha amanecido y necesito pintar de gris a un hombre; es el color que
mejor le va. El canto de un pájaro solitario lo ha traído hasta mi ventana.
Porque él tenía un ruiseñor en la garganta; de esto hace muchos años.
Sus ojos son ahumados, perdidos en la nube del incienso de esa iglesia que
tanto ama. Dice que se emociona al hablar de un Cristo que le mira sin tapujos,
como si achicara aguas en sus ojos cuando levanta la mirada hacia Él.
Su voz no se rompe aunque trague
saliva al contemplar a su virgen… La palabra menudea en un afán de confidencia
al reconocer que Ella, está tan presente en su vida, que caminan ambos cogidos
de la mano.
Chispeante su verborrea al narrar cualquier cosa, es un don el que tiene al
contar historias, a traerte el pasado a este presente tan incierto; se pasa la
mano por sus labios para ajustar la precisión de cada vocablo; este es un gesto
muy suyo.
Me gusta miarle de costado, donde los pliegues de los años han hecho mella
en su persona. Ha recuperado la sonrisa que campa en cualquier esquina de su
ser. Es un hombre que está en paz, que navega en su interior reconociendo
cualquier sentimiento. Aún siendo tan parlanchín, sus raíces crecen hacia la
esencia de sus valores disfrutando del silencio mientras la reflexión se
amuebla en su cabeza.
Atrás quedaron los tiempos en los que su vida se pasaba tras la barra de un
bar donde, sin duda, se gestaron tantas vivencias que imprimieron su carácter
de hombre enjuto y, su esqueleto, al igual que un varal, corrían de un extremo
a otro aquel mostrador al que ató su vida sin quererlo.
Ya tiene cinceladas muchas décadas a sus espaldas, pero las canas no se
pintan en sus sienes, y los años han engordado el atractivo varonil de este
hombre que se llama José; hasta el nombre le va bien a su personalidad.
Viste con discreta elegancia, da igual que vaya de señor con su termo
oscuro y abrigo de paño. Puedes encontrártelo de sport, parece que lo informal
se ajusta igualmente a su piel. Pero donde su porte se ensalza es cuando se
cubre con el hábito de su cofradía; ahí luce con orgullo la espiritualidad que
se escapa por los poros de este hombre… Cuando la pasión de Cristo, sus últimos
días, sale a la calle, él va tras ella persiguiendo amores que jamás se
esfuman.
Su ironía es fina e implacable, al igual que al exponerte una idea, se
explica tan bien que, aunque no comulgues con ella, ésta va hacia tus
interiores para que pienses detenidamente.
Hombre que se derrite con un niño “al que come a besos”, según sus
palabras, al no poder evitar la ternura que le provoca la santa infancia; hoy
sus hijos le han regalado nietas a las que adora tanto como a su Dolorosa, esa
que va con él vaya donde vaya.
Ahora que mi vida se ha empeñado en recoger los años perdidos, voy
recuperando cada tramo de un tiempo que se me fue sin saber el porqué.
Ahora mi vida me ofrece una segunda oportunidad y, tonta sería, si la
desperdiciara. Por tanto estos días que
son de gris de tanto llanto acumulado en los cielos, lejos de vestirme de
ceniza son las brasas del ayer las que calientan mi ánimo para recuperar
personajes que, sin duda, cincelaron mi persona. De hecho este hombre llamado
José escribió tantas páginas en mis horas de ayer que mis dedos de escultor de
palabras se afanan en describir el retrato de un hombre que, sin hacer ruido,
dejó tanta huella en mí.
Hombre que no marchita, hombre de una y mil primaveras, hombre de fe, hombre de tierra, aire y fuego, que no destiñe sus sombras por las que camina escribiendo aún la vida que le rodea.
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