miércoles, 4 de septiembre de 2013

AMÉLIE

Apenas recuerdo aquella película del 2001, sé que era romántica y que la protagonista estaba rodeada de pequeños gestos hacia los demás. Sin embargo a mí lo que más me impactó fue el nombre; a cada uno nos imprime un valor distinto cada cosa que nos roza y varía su textura, su razón de ser…, de ahí que los seres humanos seamos tan distintos unos a otros.
Y a mí Amélie me sugiere ternura, delicadeza, dulzura, incluso elegancia y, quien es poseedor de este nombre, me hace pensar que es persona de sencillos gestos, perseverante, buena gente e, igual que una delicada flor, su ser ha de ser limpio y puro.
Pero no vengo a hablar ni de la película ni del nombre, sino a contaros una historia tan tierna como el nombre de Amélie…
Las protagonistas se llaman Amelia y Marta. La primera vive desde hace años en una residencia para personas mayores y, la segunda, trabaja en esa residencia.
¿Cómo es Amelia? Os preguntaréis… Pues en cierto modo es la antítesis  del físico de cómo me imagino a la mujer portadora de ese nombre.  Amelia es de complexión robusta, alta para su edad, lleva el pelo teñido de moreno, y sus ropajes son tan desgarbados como su propia persona a la que lleva colgado en su antebrazo un pequeño bolso donde guarda caramelos y, seguramente, demasiadas ausencias; cuando la ves, te recuerda a Isabel II que va a todos los sitios con su bolso. Pero, a dos minutos que repares en Amelia, resurgen en ti una ternura inusitada; semeja una niña grande y desvalida. Sus ojos son noche, o son chocolate, que te miran fijamente buscando las respuestas que ella no tiene. Porque no comprende qué hace allí, ni el porqué un día la sacaron de su casa y, mucho menos, por qué no puede salir a la calle, sentirse pajarillo libre que pasea por el cielo de su ciudad; no lo entiende y, menos, lo admite.
Como ladrón al acecho de su objetivo, Amelia espera paciente la oportunidad de escaparse, de ver esa puerta mágica por la que entra y sale gente… y que a ella le está vetada; eso la pone triste, muy triste.
Marta, nuestra segunda protagonista, es una muchacha joven, de ojos despiertos, ademanes dulces y educados, aunque lo que más me gusta de ella es su eterna sonrisa, tímida y tierna. Cuanto más observas a Marta, más te afianzas en el pensamiento de que hay gente que nace para hacer grata la vida a los demás, y que sus cualidades son positivas para cualquier trabajo que desempeñe en su vida.
Amelia es silenciosa en su objetivo de volar fuera del nido en que la ha colocado su familia y, como no desfallece, al final del día puede resultar agotadora para cualquier palomita blanca (éstas son las auxiliares que trabajan en la residencia) que la cuide, menos para Marta.
Marta es paciente hasta el infinito y con la ternura que la caracteriza, logra convencer a Amelia que a su lado hay cosas mucho mejores que salir a la calle. Así que cuando está de turno Marta, a Amelia la puedes ver leyendo el periódico, viendo una revista, recogiendo vasos o todo lo que se la ocurra a Marta porque Amelia, después de mirarla con esos ojos tan perdidos, agacha la cabeza y obedece a marta sin rechistar.
Y así pasan las horas, los días, los meses, incluso los años, Marta y Amelia. Ambas son como ese jardín que crece al abrigo del mundanal ruido, pasando estaciones, mientras en run-run del agua de la fuente te hace pensar que la quietud de aquellas paredes es el mejor rincón para que el alma de Amelia encuentre la serenidad.



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