domingo, 14 de mayo de 2017

TOCANDO EL CIELO


“Para que cualquier faceta de la vida sea verdadera y tangible hay que luchar porque tus sueños sean creíbles, rebuscar su savia, el fuego que hay prendido en ellos, sólo entonces y, en ese instante, las manos de la tierra te abrazarán como hijo suyo que ha sabido caminar en pos de todo el sol de un amanecer”
Este pensamiento me lo enseñó mi padre en un cuadernillo que él escribió, un buen hombre al que nadie comprendió, ni siquiera yo…

Era ese típico ser humano que crece hacia adentro y cuya condición es el silencio, único compañero al que respetó toda su vida. Al resto, desdeñó y pisoteó cuanto pudo con su saliva, obra y olvido. Sin embargo, nunca dejé de pensar que tenía algo bueno en algún recóndito lugar de su corazón. Me gustaba observarle en la distancia -cerca, me hubiera dado un cachete con esas manazas que tenía-cualquier cosa le irritaba-, sobre todo en las tardes de otoño cuando el sol membrillero doraba los campos calentando nuestros rostros con su últimos rayos mientras merendábamos a la vuelta de la escuela. Liaba pausadamente el tabaco y perdía la vista en el infinito. Rufo, nuestro perro, se acercaba a él arrastrándose para no hacer ruido y se acurrucaba a su lado. Padre, a pesar de estar sumergido en ese mundo en el que ninguno de nosotros transgredimos jamás, notaba su presencia y con una ternura que, al recordarla, me produce escalofríos, pasaba muy lentamente su palma por el lomo de Rufo.
En otros momentos, mientras madre preparaba la cena, veía como él la miraba de una forma extraña, entre la admiración y un amor que nunca le demostró.
Tenía fama, porque lo oí muchas veces en la bodeguilla cuando madre me mandaba a comprar un real de vino, de irse de putas a la capital y gastarse más de lo que teníamos. Años después, Doña Socorro, la maestra, gran artífice de lo que hoy soy, me explicó que mi padre pertenecía a una generación de hombres cuya virilidad y patriarcado lo demostraban en una serie de gestos como ése.
Con quince años yo era un chico apocado, pero curioso. Tímido, pero agradecido. Obediente, aunque una silente rebeldía iba comiendo terreno con los años. Se me daba mejor escribir que hablar, condición que Doña Socorro enseguida se dio cuenta incitándome a la lectura de los clásicos y a que le enviara cartas expresando mi parecer. Aquel juego rápidamente arraigó en mi ánimo.

En casa, padre no podía ver que leyera, demasiado ya dejaba que fuera a la escuela unas cuantas horas. Oficialmente iba tres, pero en la realidad estaba más; madre y Doña Socorro se encargaban de taparme. Los libros que me iba prestando la maestra los guardaba debajo del jergón. Por ser el hijo pequeño, el último en llegar a la familia, tenía la peor habitación de la casa: fría, escuálida y sin apenas muebles. Para mí aquello era un palacio. Dormía a cachos. madre me pasaba “el fraile” por la cama para que estuviera caliente, y me dormía placidamente, así no molestábamos a padre. A media noche, cuando todos dormían, abría desmesuradamente los ojos, yo llamaba a aquel momento, la hora mágica. Encendía el candil y comenzaba a tocar el cielo… Sabía que detrás de aquellos muros de adobe había un mundo que me esperaba y, en el cual, algún día, formaría parte de él. Después de leer y antes de volver a entornar los ojos, escribía unas líneas a Doña Socorro con el resultado de mis impresiones y más alguna duda que me hubiera surgido.
De ahí, ella, en una misiva, me explicaba la condición del hombre en la sociedad en la que yo vivía y nada entendía. Yo le decía que cómo teniendo a una mujer en casa, se fuera a buscar... Entonces, Doña Socorro me respondió con una frase tan compleja que me pasé tiempo haciendo cábalas de lo que me habría querido decir “a los machos les puso Dios el cerebro en el pito”… Hoy aún me río de mi ingenuidad por aquel entonces.

Recuerdo mi niñez tan hermosa a pesar de mi padre, que me encandilo con los recuerdos; él no pudo nublar mis sensaciones de amor a la vida, a su misterio, la sensación de abrir los ojos y encontrarme tocando el cielo con mis manos de barro, manos de niño que cree que todo puede ser posible.
En invierno, hacia mediados de diciembre, comenzaban a caer copiosas nieves, incluso hubo años en que estuvimos aislados durante semanas. Madre, en el mes de octubre, comenzaba el acopio de alimentos. Durante el verano, mi hermano mayor y padre habían llenado el granero de leña… Leña que iluminaba el fuego del hogar mientras el caldero colgado rezumaba vahos exquisitos. Las brasas perduraban toda la noche y hasta el mediodía, mi hermana Clara no echaba más. Aquel momento era un rito para mí. Veía las llamas transformarse en personajes fantasmagóricos: cabezas de dragón, de perros aullando al diablo. Clara reía mientras me oía de una forma muy especial que he buscado, ya de adulto, en las mujeres que han morado en mi cama. Había química entre mi hermana y yo; una complicidad que aún, después de muerta, sigo conservando con ella.
Clara era para mi padre un ángel, no es que se lo demostrara en vida, no, eso no. La trataba como a mi madre, es decir, ignorándolas hasta la saciedad. Sin embargo, el día que murió, hubo que separarle del ataúd; pedía a Dios justicia… Nunca volvió a pisar una iglesia, y su carácter aún se enturbió más. Madre lloraba en silencio mientras yo le preguntaba por qué Clara no era un ángel en la tierra.
“Mateo, las manos de la tierra han reclamado lo que era suyo. Dios no tiene nada que ver. Clara, desde que nació, tenía el corazón muy débil y un día dejó de latir…Piensa, hijo mío, que pudimos disfrutar de ella veintitrés benditos años…” Callaba, y se iba al cajón a seguir acariciando la ropa inerte de Clara.
Desde que ella se fue, mi casa aún fue más silenciosa de lo que era, sólo rasgado aquel silencio cruel por los ladridos de Rufo, tantos, que una noche padre, con dos vasos de vino de más, salió y le pegó tres tiros; las patas del animal siguieron unos instantes temblando mientras tocaban el cielo.
Lo enterramos cuando padre se quedó dormido. Mi hermano lloraba desconsoladamente y se secaba las lágrimas con rabia. Madre le pasaba la mano por el hombro con intención de calmarle, pero él, enfurecido le decía:
“Madre, cualquier día tenemos un disgusto… No aguanto a mi padre”.

Y así fue… Una tarde de verano, eran las fiestas del pueblo y padre no le dejó ir a la verbena, decía que debía descansar pues había mucho trabajo. Madre estaba en la novena de la Virgen del Carmen, sólo estaba yo en casa comiéndome un mendrugo con el chocolate que nos había regalado la señora maestra. Hacía un calor sofocante, y mi hermano bebía del botijo cuando padre le dijo:
-Menos beber y más trabajar- Jacinto se volvió con furia y, sin mediar palabra, le estrelló el botijo contra la cabeza. Entonces, el agua se mezcló con la sangre, y ya no era de aquel rojo intenso de las heridas sino de color de la frambuesa tierna. Los ojos de padre permanecían muy abiertos, fijos en un punto indeterminado... Terminé pensando que estaban tocando el cielo donde estaban Clara, Dios y Rufo.
Jacinto y yo seguíamos parados, extasiados mirando el cuerpo de Padre cuando, un grito, a nuestras espaldas, nos sacó del ensimismamiento.
Madre apretó la cara de Jacinto contra su pecho antes de que la guardia civil se le llevara. Luego, llegaron el alguacil y el médico para certificar la defunción y, después, con toda la parsimonia de este mundo, mi madre se puso a amortajar el cuerpo sin vida de su marido. No quiso ayuda de nadie; se encerró en el dormitorio y yo pegué la oreja a la puerta. No sé si en afán de protección o queriendo buscar la explicación a mi indiferencia y la confusión de mis sentimientos extraviados.
Oía a mi madre murmurar, hasta le llamó mal hombre, eso sí que lo entendí. Supe, entonces, que le reprochó todo lo que llevaba dentro callado toda su vida.
Cuando salió del dormitorio conyugal, tanto su rostro como el de mi padre estaban serenos, como si hubieran llegado a un consenso, como si se hubieran dicho todo lo que nunca se dijeron con palabras ni con gestos… Entonces, respiré muy hondo y supe que mi vida, en ese instante, había cambiado.
Entré a ver a mi padre. Tenía puesto el traje de los domingos y las manos en posición de plegaria. Por un hueco sobresalía un papel; me asomé más para saber qué era. Ya no tenía miedo a mi padre, le miraba de frente, toqué su cara recién afeitada… olía a jabón. Traté de hurgar en sus manos hasta que comprobé que madre le había colocado en ellas una foto de Clara.
Al día siguiente del entierro, mi madre me despertó temprano y me dijo:
-Vístete, Mateo. Tenemos que ir a hablar con Don Segismundo.
-Madre, no he hecho nada, me confesé la semana pasada con él.
-No es eso, Mateo. Quiero meterte en un seminario.
-Pero, Madre, yo no quiero ser cura. Quiero ser maestro como Doña Socorro.
-Primero aprendes allí. Tienes cama y comida gratis. Luego cuando sepas, te vas.
-Madre, yo quiero quedarme con usted.
-Tu padre nos ha dejado en la calle, lo poco que teníamos ya no es nuestro.
-¿Ni las tierras, madre?
-Tus manos no han nacido para trabajar la tierra… Y no, no son nuestras.
-¿De quién son?
-De Saturnino, el de La Bodeguilla.
-¿Por eso me daba vino gratis, madre?
-Por eso, hijo, por eso…

Cinco años pasé en el seminario; aborrecí los rezos, odié los sabañones, pero aprendí mucho. Me alimentaba de las cartas de Doña Socorro y las noticias que me traía de mi familia. Madre enfermó en el invierno del cincuenta y tres y “tocó el cielo” una madrugada del mes de enero. A esas alturas, mis ojos se habían secado, no sabía llorar, pero no me encontraba solo. Aún me quedaba la señora maestra, mi hermano encarcelado y mis sueños. Del pasado, cuatro cicatrices, un cuarto kilo de penas y la furia para no hacer lo que habían hecho mis padres. Gracias a los curas, hice magisterio y luego me largué. Entré una noche en la capilla y pedí recomendación a Dios. Él me dijo que me entendía y que saliera al mundo a dar todo lo que había dentro de mí.
Con suerte y con buenas relaciones -todo hay que decirlo-, logré el puesto de Doña Socorro y volví a mis orígenes. La maestra, al morir, me dejó cuatro perras, su inmensa sabiduría y un cuadernillo de anotaciones hechas por mi padre, ¡quién me lo iba a decir!, mi padre escribiendo…
Con el dinero, volví a comprar la casa que me vio nacer y parte de las tierras que fueron nuestras y me dispuse a esperar a que mi hermano saliera de la cárcel.
Cada otoño, después de las clases, me siento a la puerta de casa, a que me dore el sol membrillero mientras que con mis manos toco el cielo, precisamente, con las manos que viven la tierra.
PD. No tuve ocasión de preguntarle a doña Socorro por qué tenía ella aquel cuadernillo escrito por mi padre… Pero, gracias a él, me enteré que padre tenía todas sus esperanzas puestas en mí.


3 comentarios:

Macondo dijo...

Me descubro ante usted, pedazo de escritora.

Ricardo Tribin dijo...

Querida amiga.

Bellas sensaciones de amor a la vida.

Te dejo un especial abrazo.

Pluma y Data dijo...

La dureza de la realidad, que muchas veces, nos pasa delante de las narices, sin que nos percatemos.
Hermosa historia, aunque muy triste, pero tan real como el aire que respiramos.
Un abrazo nuevamente.
Jose Luis