Hay recuerdos que por hermosos escuecen y los
guardas en una de las estanterías de tu memoria para no perderlos; ahí duermen
reposados, preñados de lluvia, gaviotas y luz. Pero un buen día suena el
teléfono y el ayer vuelve con toda su intensidad…
Me llamaron para saber si quería ir a un congreso y
dar una conferencia en Finisterre, por supuesto acepté. Hacía más de veinte
años que no iba a Galicia y cuando colgué el teléfono las campanillas de mi
memoria sonaban alborozadas. Hice el viaje en autobús con el resto de los
ponentes. Buena compañía no fui pues una vez finalizadas las presentaciones, me
disipé en mis pensamientos, en mirar el paisaje desde la ventanilla y esperar
gozosa el olor a eucaliptus que embadurnó mi niñez y juventud. Se me pasó el
viaje sin sentir y cuando bajé del bus un vientecillo impío, un silencio sordo
camuflado de pajarillos adolescentes, me vinieron a recibir. El cielo era añil,
en ninguna parte del mundo he visto ese color. Levanté la mirada y en aquella
capota tan azul volví a ver los ojos que dejé veinte años atrás cuando me
obligaron a irme a estudiar a Madrid. La ciudad era un pretexto pues en
Santiago podía estudiar la misma carrera. Lo que querían era que me alejara de
Manuel pues para él había otros planes mucho más ambiciosos y no emparentar con
la hija del dueño de la fonda Do Miño. Y lloramos, lloramos como dos críos al
separarnos y nos prometimos un amor incondicional, eterno y cartas y llamadas y
escapadas, pero no pasó nada de eso.
Mis padres me llevaron a Santiago, me montaron en un
avión y no volví. Fueron mis padres, los que al poco tiempo llegaron
desarraigados a Madrid y allí los tres echamos unas raíces endebles, pobres
pero el tiempo lo cura todo y el dinero ayuda. Mi padre vendió la fonda y con
ese dinero y mucho más que no supe hasta tiempo después de dónde lo sacó,
compró un pisito coqueto y un local chiquito en el barrio de Usera y cambiamos
el mar por el asfalto. Nunca más volví a saber de Manuel ni mis cartas fueron
contestadas ni tampoco mis llamadas; los años hicieron el resto. Yo no perdí el
tiempo, estudié, viajé, me doctoré, viví intensamente, pero no me casé, no amé
a nadie.
Nada más dejar la maleta en el hotel, he bajado
corriendo a la playa. Tanto tiempo mis sentimientos dormidos y de pronto tan
despiertos. La luz en mi piel, la espuma blanca del mar bravo. Mis pies
hundiéndose en mi arena y un perro ladrando a una gaviota, pero esta ha
insistido en acercarse a mí y con la mirada la he acariciado. Han llegado las
nubes, el añil se ha ido, ha descendido la bruma y la lluvia ha venido a
reconocer mi estado jubiloso de volverme a encontrar con miña terra.
De repente me ha dado por mirar la hora y he vuelto
a echar a correr; en apenas media hora comenzaban los actos. Ni me ha dado
tiempo a mirarme en el espejo. Me he vestido precipitadamente y con el pelo
calado he ido deprisa hasta el salón de actos del ayuntamiento. Me he sentado
en el primer hueco que he encontrado y he respirado hondo para recobrar la
calma y esperado con la sonrisa abierta y la mirada encendida.
Estaba sentada en la esquina de la última fila
cuando mis ojos chocaron con una silla de ruedas tres filas más adelante. El
pelo canoso del hombre no coincidía con la vitalidad de sus gestos por lo que
deduje que no era un anciano. Fueron instantes furtivos en los que mis ojos se
pegaron a aquella figura que sin ser conocida me era muy familiar, pero el acto
comenzó, las luces se apagaron y después de la inauguración del acto, tocó el
momento de mi ponencia. Con paso seguro y decidido avancé hacia el estrado y
después de mis saludos en mi lengua madre, comencé a desarrollar el tema que
llevaba preparado. Costumbre adquirida en mis numerosas charlas es la de fijar
la vista y moverla en tres emplazamientos y así lo hice. Busqué tres puntos de
referencia siendo uno de ellos aquel hombre de la silla de ruedas que, sin ver
su rostro por la lejanía y la falta de luz, me daba la seguridad necesaria. Una
vez terminada mi ponencia, las luces y los aplausos se encendieron y lentamente
después se fue desalojando la sala para pasar a tomar un coctel de cortesía. Me
demoré en recoger mis papeles y cuando levanté la vista en la sala solo quedaba
el hombre de la silla de ruedas.
Una ternura aterciopelada que se aleja del deseo
carnal recorrió todo mi espíritu para sumergirme en el cuerpo encorvado donde
se acinan los años y el tiempo que fue de aquel hombre que sin ser un anciano
la vida le había tratado de una manera cruel.
De Manuel quedaba lo más importante: sus ojos, su
sonrisa y su voz; poco después descubrí que también quedaba de él aquel amor
que nos juramos.
Los planes de sus progenitores no se llevaron a
cabo; un terrible accidente de moto sesgó las esperanzas de unos padres que
compraron a otros padres para que retiraran de la circulación a su hija. Manuel
tampoco se casó, pero realizó dos de sus sueños: ser veterinario y poeta…
De esta historia que acabo de relatar han pasado ya
tres años. Volví a mis orígenes y me casé con Manuel. He renunciado a parte de
mi vida profesional, pero he ganado en intensidad pues me siento viva por
cualquier arista de mi ser. Ambos somos uno a pesar de aquella arruga en el
tiempo que no nos dio tiempo a planchar.
1 comentario:
Felicidades por la boda. Yo también me casé, como sabes y soy muy feliz, mucho más que cuando andaba por los telediarios.
Besos de Reina
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