jueves, 30 de noviembre de 2017

NADA

Hoy, en muchos días, es el primero que duermo profundamente y con la mente en blanco, tanto que he pensado que mi intelecto ha estado toda la noche en una nube algodonosa en total reposo. Al despertarme, he notado algo duro bajo la almohada, lo he sacado y al verlo he sonreído. Lo he acercado a la nariz para que su aroma añejo endulzara mis tristezas. Después, he pasado la palma por su lomo. Áspero y marchito, ciertamente deteriorado y endeble, una presencia pobre, pero hace setenta años era lo que había después de la gran guerra fratricida y una España comenzando a caminar por caminos sin hacer.
Metida en las sábanas de hilo que una vez bordó mi madre, mi pereza placentera era la de seguir en el refugio anti bombardeos mundanos dejándome llevar sin rumbo por recuerdos vagos mientras apretaba el pequeño tesoro contra mi pecho…

No alcanzaría un palmo del suelo cuando me ponía de puntillas para ver el escaparate que había en la plaza España de Valladolid. Me sujetaba como podía al borde del escaparate y miraba y miraba. Cuando abrían la puerta sonaba una campanilla y se escapaba el aroma de una goma de borrar o a papel sin estrenar.

Crecí un poco más y entonces encontré mi lugar soñado, mi estatura alcanzaba perfectamente el campo de visión. Aquel lugar mágico estaba en la calle Panaderos, era una tienda chiquita con dos escaparates igual de pequeños. En uno exponían bolígrafos, lápices de colores, cuadernillos y gomas de borrar de todos los tamaños y formatos. En el otro, se exhibían el mundo de los sueños en forma de cuentos, novelas. Recuerdo que iba de un escaparate a otro apoyando las dos manos en los cristales dejando mis huellas menudas. Un día de finales de invierno, un veintiuno de febrero, era el cumpleaños de mi padre, metí mi mano derecha en el bolsillo y palpé las monedas y entré.

Había que bajar un peldaño de manera gastada y con temblor abrí la manilla sonando una alegre campanilla; es el recuerdo más bonito de mi infancia, creo que me desdoblé. Mis ojos revoloteando en las estanterías, en el mostrador. Mi olfato, absorbiendo ese aroma que regala el papel, los lápices, las gomas de borrar, y mi corazón galopando en sensaciones infantiles.

Puse encima del mostrador mis monedas y pedí el libro más barato, era un regalo para mi padre. La mujer se bajó los lentes hasta pararlos en la mitad de la nariz y me miró de una forma rara, luego se metió en la trastienda y al rato salió:
-Esto es lo más barato que tengo. Tiene casi treinta años, pero se conserva en buen estado.
Leí la cubierta “Nada” y debajo estaba escrito Carmen Laforet.
Me lo envolvió de manera muy mimosa, se quedó con todas mis monedas y salí.

Mi padre nunca leyó esa novela, pero cuando murió, busqué entre sus cosas y la encontré en el cajón donde guardaba sus pertenencias más valiosas.

Ya no adornan esas pequeñas librerías en este paisaje sin corazón, pero de ellas tengo este libro de piel marchita que en su interior está repleto de racimos de palabras sabias, de poesía en versos asimétricos.

1 comentario:

Ricardo Tribin dijo...

Mi muy querida amiga Ma. Angeles.

Te acompaño de todo corazón en tu pena por la partida de tu perrito pues entiendo es muy duro.

Aquí va mi abrazo pleno de carino y amistad.