Es sanísimo reírse de uno mismo. Es más,
deberíamos comenzar el día haciéndolo. Yo me doy motivos constantemente.
Esta mañana, haciendo memoria, he soltado una
carcajada al silencio; este me ha mirado como diciéndome “Muñeca, no tienes
solución” y lo mejor es que Silencio tiene razón…
Era un 26 de diciembre cuando el teléfono comenzó
a sonar muy temprano. Miré y era un número desconocido; no cogí la llamada. La
pena, la tristeza, colgaban de mis solapas pues la pérdida de mi perro me había
hundido en un caos emocional. El teléfono insistió un par de veces más y mi
actitud no varió.
Me fui a la ducha, me disfracé de persona feliz y
me encaminé a la estación en busca de una prima; ese día teníamos reunión
familiar.
El teléfono
volvió a sonar y mi prima me dijo “Mujer, coge la llamada” y yo contesté “Seguro
que es para venderme algo” La mirada de Mari me hizo recapacitar y descolgué:
-Diga… Antes de comenzar a hablar ya digo que no
quiero comprar nada, muchas gracias y feliz navidad.
-No quiero vender nada. Deseo hablar con Ángeles
Cantalapiedra.
-Ahora me va mal. Me voy con mi familia al
manicomio-bien podía haber dicho que me iba a ver nacimientos al antiguo
manicomio de Valladolid, pero abrevié-… De todas formas, ¿qué quería, usted?
-Soy, Virginia, de CanalSur Radio y quería
entrevistarla.
-¿A mí? Si no he hecho nada-mi mente siempre muy
centrada.
-Es sobre su novela Sevilla…Gymnopédies.
-¡Ah! Llámeme en una hora, gracias- y colgué. Así
de simple y gilipollas suelo ser.
Cuando recapacité, vinieron a visitarme los
nervios, la emoción, los remordimientos; todos juntos y revueltos.
A la hora prevista, me salí del manicomio a
esperar la llamada. Puntual como un rayo. Pedí disculpas, me dieron
instrucciones y me pusieron la música de Gymnopedies de Eric Satie. ¿Qué hice
yo? Pues llorar un poquillo, se me da de cine, ¡me trajo tantos recuerdos y tan
bonitos de la novela! Entre las lágrimas y la locutora que comenzaba a hacerme
preguntas, no me di cuenta que a mi lado había alguien tratando de secarme las
lágrimas. Del susto me aparté y me fui a sentar en una jardinera; el intruso
vino y se sentó a mi lado. Me sonreía, pero su sonrisa era una nube perdida en
un día lluvioso y su mirada la de un ángel caído en un mundo incomprendido.
Yo contestaba a las preguntas mientras fumaba y “mi
álter ego” me pedía un cigarrillo; terminamos a pachas fumando el único
cigarrillo que tenía. Del nerviosismo, debí de dar a un botón y la voz de la
locutora salió de mi oreja para que mi compañero la escuchara. Él, al oír
aquella voz tan bonita, quiso también hablar. Yo le retiraba, pero era inútil.
No obstante, algo debí de decir que él calló mirándome con los ojos muy
abiertos. Cuando me despedí de Virginia, mi acompañante aplaudía alegremente.
Le miré y me puse a acariciar sus hombros.
-¿Cómo te llamas?, ¿te has escapado?
-Soy Manuel y, ¿tú?
No dio tiempo a mi respuesta; vinieron a buscarle.
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