Nilgiri es una palabra nativa que significa montañas azules.
Las colinas están tapizadas de bosques frondosos, jugosos prados que se funden
en aguas de mandarina y naranja.
En esas tierras nací
yo.
La manera más romántica de adentrarse en ellas es coger un
pequeño tren que aguarda aletargado en la vía de Mettupalayam al despertar el
día. El cielo, entonces, se muestra
azulado ante tus ojos, envuelto en
bruma. La estación late adormecida hasta que comienza a bullir con la llegada
del tren. Voces insistentes ofrecen diversas mercancías: café, bananas, tabaco,
bálsamo de tigre… Respirar este ambiente es envolverte en magia.
Pensé que la manera más hermosa de despedirme de este mundo,
sería volver a mis raíces. En esta zona vivía la tribu Toda, hombres altos con
tradición ganadera hasta que llegaron los ingleses y sembraron mi paisaje de
té, grandes extensiones que se denominan jardines. Primero, los hombres cuidan
de su cultivo, poda y formación de setos. Luego, las mujeres lo recolectan en
cestos de mimbre, y ataviadas con vistosos saris, seleccionan las hojas de
mayor riqueza en tanino y teína. Su aroma se extiende por el aire… Aún oigo la
voz de mi esposo contarme todas estas cosas. Él amó mi tierra y mi cultura
tanto como yo.
Observar mis orígenes es como volver a nacer, el mismo
milagro de las rocas del mar de Omán que se cubren cada doce años, de flores
azules. Ver a mi hermano, Yang, bajar a ese mar y pescar con mallas chinas, o,
en la lejanía, divisar las casas de techo rojo y el artesonado de mis templos
que parece de encaje… No tardo en asimilar todas estas sensaciones que afloran
a mi memoria, los colores vivos, la torta de arroz, las joyas ornitológicas que
cantan en estas colinas.
Según avanzamos en este pequeño tren de juguete, cruje la
madera, la maquinaria rechina. El jefe hace sonar con insistencia la sirena
para alertar de nuestra presencia. Entonces, según te adentras, tienes la grata
sensación de una vuelta al pasado, de formar parte de un grabado de la India
colonial del XIX.
Recuerdo que toda mi vida cambió aquella mañana en la
estación de Connor. Yo iba a trabajar a una gran casa señorial inglesa. Pensé
que aquel hombre de andares ágiles y firmes era el chofer que venía a recogerme. Claro, que poco me
duró la ignorancia: él era uno de los hijos de los grandes señores. Yo la
sirvienta. Pero aquella diferencia social y cultural, no pudo evitar nuestra
atracción.
Al principio, nuestros encuentros fueron a furtivos. De día, vestía, peinaba y cuidaba
de sus hermanas. Al atardecer, cuando el sol se despedía extendiendo su manto
hechizado, nosotros nos entregábamos a un acto de amor compartido y generoso.
Mi forma de hacer sexo, le acercó al corazón de hombre que latía dentro de él,
le aproximó al ser humano que ignoraba. Desperté su energía dormida:
sensibilidad, sexualidad, sensorialidad y sensualidad. Él le gustaba decir que
yo provocaba sus cuatro eses.
El sexo en occidente
siempre me ha parecido vulgar, descarnado y falto de poesía… Cuestión de
educación y mentalidad, seguramente. Allí no se cuidan los prolegómenos del
acto amoroso.
Recuerdo que antes de encontrarme con mi esposo, me bañaba
en aromas de jazmín. Éste estimula los sentidos, y la piel se convierte en
seda. Los olores, sabores y colores son tan importantes que sin ellos la
plenitud del goce amoroso es imposible. Entre la tenue luz de las velas y la
suave música, recuerdo que nos perdíamos. Entonces, yo comenzaba a recorrer cada rincón de su
cuerpo, cicatriz, vello, curva… Él tenía dos debilidades hacia mí: Succionar el
lóbulo de mi oreja y los pezones. Si notaba que me encogía, entonces seguía
hasta provocarme múltiples orgasmos. Estimulaba mis cinco deseos. Mis
pensamientos hacia él hacían que la respiración fuera irregular, lo que
predisponía a la vagina para que deseara la unión. Las fosas nasales se me
dilataban y la boca pedía más y más. Mi esencia vital deseaba ser estimulada
por lo que movía el cuerpo hacia arriba y hacia abajo. Mi corazón anhelaba
manifestarse por lo que mi humor vaginal brotaba sin parar. Un último recuerdo
me llevaba a sentir entre mis piernas algo tan poderoso como el hormigueo de
una plenitud próxima. Alargaba el cuerpo y cerraba los ojos para que mis
sensaciones me transportaran donde el tallo de jade deseara.
Mi esposo decía que olía a hierba recién cortada…
Mi vida ahora cabe en una mochila; el paso del tiempo me ha
enseñado a ordenar las palabras que antes me fueron incomprensibles, y mi
lucidez me ha mostrado que nací para amar a mi hombre en cuerpo y alma a través
de nuestro sexo. Fui rehén en sus manos, y ellas cincelaron mi cuerpo con
orgasmos. Fui su puta, como dicen los occidentales. A mí me gusta decir su amor
sagrado, porque para nosotros, los hindúes, el contacto sexual no es una
sensación sino un sentimiento sagrado. Mis padres me educaron para lograr la
habilidad sexual. Mi esposo no fue un común varón ni yo su objeto sexual como
se dijo en la colonia británica. No entienden los del otro extremo del mundo
que, si el sexo obsesiona, no es una depravación ni lujuria, sino la marca del
destino humano. Nacimos para el erotismo.
Los ingleses dicen ahora que soy lady Graves, me da igual
que me llamen así o de otra manera. De verdad, soy Yin y moriré siendo Yin.
Mi esposo tenía alma de escritor; nunca publicó. Lo que
escribía se lo regalaba a sus amigos junto con la flor de un jazmín. Antes de
morir, me donó su cuento más bello: nuestra historia de amor. Versaba así:
“Yin paseaba entre un gran racimo de magnolios. Al pasar por
el estanque, se sentó a contemplar el agua fresca y transparente.
De pronto, ésta se convirtió en espejo, reflejando a Jade que se acercaba, y con su flauta comenzaba a tocar una hermosa melodía.
Entonces, Yin extendió su cuerpo entre el borde del aljibe y el agua de mandarinas, e inició un vuelo hacia el paraíso hasta que el tallo de Jade la elevó definitivamente a una nube de algodón.
Desde allí, descendió tan suavemente como la pluma de un ave, y cuando la flauta terminó su canción, Yin, abriendo los ojos dijo:
-Jade, duerme y despiértame otra vez…”
De pronto, ésta se convirtió en espejo, reflejando a Jade que se acercaba, y con su flauta comenzaba a tocar una hermosa melodía.
Entonces, Yin extendió su cuerpo entre el borde del aljibe y el agua de mandarinas, e inició un vuelo hacia el paraíso hasta que el tallo de Jade la elevó definitivamente a una nube de algodón.
Desde allí, descendió tan suavemente como la pluma de un ave, y cuando la flauta terminó su canción, Yin, abriendo los ojos dijo:
-Jade, duerme y despiértame otra vez…”
Prohibieron que nos amáramos pero fue inútil. Nos fugamos un
amanecer en aquel pequeño tren de las
colinas del té… Mi tierra invitaba a soñar, a que los sueños hechizaran el
corazón y volvieran realidad nuestros deseos… Lo recuerdo muy bien.
2 comentarios:
El amor no se prohíbe. Es imposible prohibirlo. Por eso suele riunfar.
Besos de Reina
Cuando surge esa magia que une dos cuerpos y sienten que es esa mitad que les faltaba, la unión se convierte en embrujo que los une para siempre, te puedes pasar la vida buscando pero no vuelves a encontrar nada que pueda parecerse aquella forma de amar... Y llega un día que das gracias por haberlo vivido y lo guardas como un tesoro que te acompañará siempre.
Un abrazo
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