Gustavo se pasa la mano por la frente para recoger
el sudor. Luego sin darse cuenta menea la cabeza sin perder de vista un punto fijo. Yuri e Iván
son dos gemelos de tres años bien avenidos pero tan movidos que su padre no
puede despistarse ni un segundo. Mientras, en la sillita de paseo, Katia, de
once meses, se ha quitado un zapato y lo está chupando con fruición.
Cada festivo para Gustavo, el padre, es
exactamente igual. A las siete de la mañana los gemelos gatean hasta la cama de
su padre poniendo sus manitas encima de
su padre y éste después de un largo suspiro, abre a medias los ojos y se
pone a jugar, a besar, a sus dos ángeles. Duerme poco, no hay tiempo a más pero
lo tiene asimilado. Sus padres le propusieron que se trasladara con ellos a
vivir, pero Gustavo se negó. Bastante le ayudaban ya, los festivos serían el
relax de sus progenitores y para él la convivencia plena con sus tres hijos; lo
decidió libremente aunque apesadumbrado de lo que venía encima, ni siquiera él
sabía si podría con ello. Han pasado once meses y Gustavo comienza a sonreír,
un poco, solo un poquito, hay momentos que aún tiene un nudo sin desatar en la
garganta.
Los gemelos desayunan solos su tazón con cereales
bajo la atenta mirada de su padre que toma un café. Hoy se ha despertado con
las palabras de su madre la noche anterior sobre la conveniencia de bautizar a
los niños “Madre, si soy comunista por convicción y no creo en Dios ni en casi
nada, déjame en paz” La contestó seco, amargado y se arrepiente. Qué más da si
bautiza a los chicos, al menos haría felices a sus padres. Él también está
bautizado e hizo la comunión y eso no quitó su libertad de pensamiento y
posterior conducta acorde con sus ideas.
Escucha llorar a Katia y va a por ella. Después
del desayuno la baña, la habla, la besa y aparecen Yuri e Iván a ayudar a su
padre. Aquello parece un baño de espuma y las risotadas de los cuatro, el
alimento para todos. La casa está bastante desastrosa, no hay adornos, no hay
casi nada a no ser juguetes por el medio, pero a Gustavo le gusta y le facilita
su limpieza mientras los gemelos medio hacen la cama; sí, el abuelo les ha
enseñado y para ellos es un juego más.
Gustavo plancha, mal, pero sus hijos no van
arrugados. Coser se le da peor pero también lo hace. Incluso va a la compra, no
deja que su madre se la haga pues ni la pensión ni el tiempo dan de sí a sus
progenitores.
-Dos kg de patatas, uno de zanahorias, tres de
naranjas y dos de plátanos, por favor…- Gustavo sonríe a la frutera y ella le
mira con dulzura.
Lleva tres meses
engatusado de esa mujer joven y bonita, ni siquiera sabe si está casada o no.
Qué más da, aunque quisiera algo con ella, hoy por hoy no puede, no tiene
tiempo para él. Además, ella no querría y haría bien, ¿cómo va a cargar con un
viudo de treinta y seis años con tres hijos? Pero a Gustavo por las noches le
gusta soñar con la frutera, es lo único que se puede permitir antes que le
venza el sueño y este no le ha dejado pasar de la escena “Me llamo Gustavo y,
¿tú?”
1 comentario:
Mi suegra tiene unos pañuelos almidonados preciosos para secarse el sudor. Miraré a ver si te puedo enviar alguno por valija diplomática para tu Gustavo.
Besos de Reina
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