La pureza, el candor, la inocencia, de un niño es
tal dúctil y delicada que parece papel
de fumar; una sola chispita y prende, se quema, desaparece para siempre…
Los años sesenta para Pedrito fueron fulminantes.
Tantas experiencias diluyeron al Pedrito niño para ir tamizando en lo que sería
el futuro Pedrito hombre.
El 29 de mayo de 1965 Pedrito se vistió de
marinero de agua dulce e hizo su primera comunión. Ni qué decir la emoción que
sintió por dar el gran paso para dejar la niñez aunque en su mesilla de noche
por mucho tiempo estarían sus fieles compañeros de aventuras Toro Salvaje, Rin
Tin Tin, el indio Gerónimo y el perro más famoso de muchas infancias, Lasie.
Ese mismo verano, sus padres prepararon unas
vacaciones muy especiales: además de ir
a Galicia, le llevarían a ver el Botafumeiro en Santiago de Compostela.
Por mucha imaginación que Pedrito echara al asunto
del botafumeiro, en sus sueños solo veía una nube de humo blanquecina sin
gracia alguna y como en aquel entonces con su primera comunión recién estrenada,
pensamiento o acción que creía sospechosa pues cada dos días se iba a confesar
esos pecados que él creía que podían llegar a ser pecado como el de no
emocionarse por aquel chisme que volaba mientras echaba humo como las
chimeneas.
Y llegó aquel veinticinco de agosto. La catedral
estaba a rebosar y Pedrito impaciente. Su madre le había vestido como un
príncipe con sus pantalones de lino blanco cortitos y un polo inmaculado al que
su madre se le olvidó abrochar los dos botoncitos. Como el asunto del humo
tardaba, Pedrito para aplacar su ansiedad dijo a su madre que se iba a
confesar.
-¿Otra vez, criatura? Si te confesaste esta mañana-
pero Pedrito no la escuchó y se fue corriendo al confesionario.
Y allí llegó Pedrito a uno de aquellos recintos
cuadrados que parecían huchas del Domund donde se depositaban pecados
inconfesables, ficticios y vicios innombrables y delante de un sacerdote cuyos tabúes
estaban a flor de piel, Pedrito desembolsó la ingenuidad y candor de un niño de
ocho años. Como respuesta a sus pecados fue desvirgada su inocencia por un
hombre que se hacía pasar por pastor de almas tachando a un infante de ir
provocando la libido ajena por llevar unos pantaloncitos blancos y un polo con
dos botones desabrochados.
El niño sintió vergüenza, muy bien no sabía a qué,
ni siquiera comprendía de qué se le acusaba pero cuando Pedrito volvió junto a
su madre, alguien en la oscuridad clandestina de un confesionario le había
arrebatado la pureza con un solo golpe de voz, con un toque de palabras
salpimentadas de vetos malsanos.
En el momento que Pedrito vio volar al botafumeiro
por la nave central, en su interior deseó ser una humilde gaviota que amaba la
lectura sobre todas las cosas y volar de aquellos muros para siempre.
Jamás volvió a pisar una iglesia como creyente.
1 comentario:
Que hermoso escribes!!!... Es ver por un hueco las historias que cuentas.
Un abrazo afectuoso
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